Canción inicial

Canción Inicial
Argentina, territorio entregado al porvenir desde tus quebradas norteñas hasta el Cabo de Hornos; promisorio escenario donde forjar una nueva vida; útero abierto al nacimiento de las mil diversidades étnicas; madre nutricia; miel; calostro...
¡Cuántas alabanzas mereces en tu bondad y en tu gesta moral,
Patria mía!...
Por tus caminos otrora polvorientos, insinuados al hollar de carretas y pezuñas; ralo pastizal; poblado monte; de norte a sur; de sur a norte, venían nuevos hijos a gozar de tu hermosura femenina; a rodearte con sus brazos y poblar tus anchos hombros y tu cabeza; tu cintura en cinta; tus pies de bailarina reconcentrada; altiva y reconcentrada.
Todo en vos fue regazo:
Buenos Aires, que aunque niña pobre, ya coqueta.
Patagonia, viento-médano, soledad transmutada en idiomas y vocinglería.
Norte indómito; callado; páramo al pie del Ande. Y el mar verde en la llanura, a la entrada de los cerros:
Tucumán de la mecidas selvas, gleba feraz; idílico amor del viajero que detuvo su paso ante el prodigio.
Hoy regreso sobre aquellos rastros que esculpieron tantos hombres, ¡tantos!. Voy a encontrarme con los antiguos rostros; rostros de arrugas oscuras, nobles; rostros donde los ojos, aun abiertos al asombro, nos miran, aunque un puñado de tu savia haya caído sobre ellos.
Néstor Soria

Foto de Néstor Soria

Foto de Néstor Soria
Redacción: Poeta y escritor Néstor Soria

Imagen de Ana Lía Madrigal

Imagen de Ana Lía Madrigal
Investigación, entrevistas e ilustración: Ana Lía Madrigal

miércoles, 21 de noviembre de 2018

DE UN PUEBLO ESPAÑOL

DE UN PUEBLO ESPAÑOL A VILLA 9 DE JULIO

Fernando Joaquín Rojano
Entrevistado
Fernando Rojano -andaluz-
Agostina R.Muruaga-Domingo
Alberto y Fernando J. Rojano




Fernando Rojano vivió 21 años en el pueblo andaluz Priego de Córdoba. Era un españolito que debía cumplir con lo que acá llamamos 'servicio militar' y allá se conocía como "servicio al rey", pero no le gustó el 'convite' por lo que decidió tomar distancia. España pasaba por serios problemas de orden interno y enrolarse en las filas del ejército representaba un riesgo que él no estuvo dispuesto a enfrentar. El muchacho había nacido en 1892. En 1913, soltero, se encaramó a un barco que partía para América, territorio que conocía 'de palabras' pues unos paisanos suyos, radicados en Argentina desde tiempo atrás, algo le habían contado por carta. Es oportuno el decir que la América de la que se hablaba en Europa se llamaba Buenos Aires.  
Su llegada a puerto no se diferenció en nada del arribo de otros viajeros en su misma situación: Presentar papeles y documentos ante las autoridades, hacinarse en el Hotel de inmigrantes, pensar con incertidumbre en un destino fijo, en fin, lo que ya se conoce. 
Avenida Juan Batista Justo al 1400
Su hijo, nuestro entrevistado, al que llamaremos por sus dos nombres para diferenciarlo del inmigrante, luego su padre, nos cuenta:
-Él quería ir hacia la provincia de Mendoza, le habían dicho que esa tierra era muy parecida a España. Pero lo mandaron a Tucumán y contra esa orden nada pudo hacer.



Sin oficio


            El inmigrante Fernando era un campesino hecho desde muy chico al trabajo de labrantío y al trajín con animales. Con sólo 7 años de edad cargaba sobre sus hombros la orfandad paterna y la vida lo encadenó al agobiante yugo de ganarse el pan con lo que podía.
Ya en Tucumán, el sur de la provincia lo vio en pueblos como, Arcadia, Monteagudo, Concepción y otros parajes rurales, doblado sobre los surcos de las quintas de verduras, carpiendo, desyerbando o aporcando verdes simientes ajenas.
-No peló cañas de azúcar; él sabía de verduras. Nos dice Fernando Joaquín.
Luego de 8 años de permanencia en el sur tucumano, abandona las labranzas y decide probar suerte en la ciudad de San Miguel. Corría la década de 1921. Soltero aun, con facilidad encuentra conchabo en una carnicería; pasó después por una fiambrería, hasta que conoció a don Hipólito Blanco, matarife que lo contrató como peón.

Mucho tiempo después, Fernando Joaquín, se enteraba de algo más:

-Él llevaba los animales al matadero; ahí había un salón grande y otro chico; en el grande se carneaban vacunos; en el salón chico se carneaban cerdos, corderos, cabritos. Al comienzo sus tareas fueron múltiples. Don Blanco poseía una jardinera y él tenía que llevar y traer la carne y hacer el reparto. Lógicamente que era muy sacrificado, y lo sigue siendo. Trabajaban sin parar durante todo el día. En ese tiempo no había cámaras frigoríficas; se debía vender rápido. Ahí aprendió a carnear cerdos.


Fernando Rojano y Agustina Rosa Muruaga

Ansiada independencia


Jornadas van, experiencias vienen, Fernando, el inmigrante, resuelve independizarse. Un simoqueño amigo, cuyo nombre se perdió en el olvido, lo ayudó a conseguir la patente necesaria para faenar animales.
Es entonces cuando la soltería del muchachón comienza a acotarse. En un recodo del destino conoció a una muchacha de nombre Agustina Rosa Muruaga, tucumana de Concepción e hija de Domingo Muruaga. Pactada la pareja, se radican en la calle Martín Berho, arteria que ya tenía traza de avenida por lo ancha; la casa lindaba por otro costado con la calle Benjamín Villafañe.



Domingo Muruaga
Fernando Rojano -andaluz-
Agostina R.Muruaga-Domingo
Alberto y Fernando J. Rojano

La juventud que casi siempre es vital y prolífica, al matrimonio Rojano-Muruaga le pobló la casa con cinco hijos:  


-Allí nacimos los  cinco hermanos: El mayor, Domingo Alberto; luego yo,  Fernando Joaquín, nacido en 1934; luego Juan; Carmela y Félix, este último hoy de 70 años. Nos cuenta Fernando Joaquín.

Matadero Municipal

Zona de peligros


            Nosotros, los recopiladores, podríamos narrar este pasaje que habla del peligroso ambiente que por entonces significaba el habitar la zona donde está la calle Martín Berho, pero es mejor que lo diga Fernando Joaquín, el entrevistado:

-Era una zona que tenía sus riesgos porque estaba cerca del matadero y, como casi todos trabajaban allí, cargaban en la cintura sus herramientas, cuchillos, chairas, ganchos. Algunas veces salían del trabajo y se desconocían por algún motivo; otros no se iban a la casa, se quedaban por ahí cerca, en algún almacén. En mis tiempos de mocedad estaba la confitería de los García.

El progreso


El siglo XX transitaba su tercera década y la ciudad buscaba ordenar su ejido. Principalmente en aquellas zonas, como la del matadero municipal, relegadas por años del ordenamiento necesario.
El español convertido en matarife, Fernando Rojano, veía progresar a su emprendimiento, pero la calle Martín Berho lo expulsó pues sus corrales ya resultaban inapropiados en ella.

Fernando Joaquín cuenta:    
Allí teníamos unos corrales con cerdos y otros animales chicos.
Nos tuvimos que cambiar a otra zona para poder conservar el oficio de matarifes y  de lidiar con animales. Entonces nos fuimos a vivir  a la avenida Juan B. Justo al 2200, a un campo entre los dos cementerios. Ahí alquilamos un predio donde teníamos los corrales y la casa familiar; en ese sitio estuvimos más o menos 9 años.

Al decir de nuestro entrevistado, debieron trasladarse una decena de cuadras más al norte, zona que aun estaba despoblada; único modo de mantener su actividad. Es así que arrienda, a Emilio Bono, una extensa propiedad situada entre los dos cementerios, el del Norte y el Israelita. Se trataba de un campo cuyas medidas eran: una y media cuadra de fondo por otra cuadra de ancho. El espacioso sitio le permite albergar a su hacienda y a la vez volverlo propicio para el pastoreo.
Fernando Joaquín sonríe al contarnos que en ese lugar vivían solamente ellos y que la gente le llamaba al sitio “barrio sándwich”, pues quedaba encerrado entre los dos enterratorios.


Cementerio Israelista
Cementerio de los pobres,
luego Cementerio del Norte










De la actividad


            En aquella enorme fracción alquilada entre los dos cementerios, los Rojano armaron corrales para los caballos de tiro que eran ‘los motores’ de sus jardineras y también las porquerizas para encerrar a los cerdos –en realidad quien nos cuenta dijo: por porqueriza=chiquero y por cerdos=chanchos- o sea bien a lo tucumano. 
Carne de cerdo de la
carniceria Rojano
Cuando trasladaban los cerdos al matadero lo hacían de a pie. El recorrido normal era: Salir de los corrales y bordear la tapia de atrás del cementerio del Norte; al final del muro tomaban la calle Juan Posse y luego la calle Martín Berho por donde estaba la entrada.
 
-En esa época se consumía más cerdo que ahora. A veces llegaba una jaula cada 15 días. Nos dice Fernando Joaquín.

La vida entre dos cementerios


Dice la voz popular: ‘El miedo es cosa viva’; ‘Cada cual es dueño de su miedo’; ‘Tenerle miedo al muerto’… Muchas frases y dichos pueden caber cuando nos referimos a las perturbaciones angustiosas del ánimo que conocemos como miedo. Viejas creencias y mitos ancestrales nos vuelven recelosos a sufrir algo no deseado. La sola mención nocturna de un cementerio, por ejemplo, agita nuestras mentes y puede exaltarnos hasta el paroxismo. 
Pero no es el caso de los jóvenes Rojano, habitantes por muchos años de aquel sitio que por estar ceñido en sus costados por dos cementerios, fue llamado ‘barrio sándwich’. Quizás estos niños que durante su infancia corretearon entre tumbas y mausoleos, se hayan familiarizado con el escenario y veían con naturalidad lo que otros miraban, y miran, con desconfianza.
















Nuestro informador así nos dice: 

-No teníamos miedo. Nosotros éramos muy amigos de una familia de apellido Reinoso que cuidaba el cementerio Israelita. Con sus hijos nos hemos criado juntos. Hasta hoy por ahí nos encontramos; somos de mucha amistad. Ellos vivían en ese lugar y nosotros entrábamos como si fuera su casa. Los chicos no pensábamos que era un cementerio.

Y como buen vecino, aquel cuidador del cementerio les ayudaba a los Rojano a sacar agua del pozo a fuerza de caballo. Es decir, lanzaban a su interior, atado a fuerte soga, un tacho donde cupieran muchos litros del líquido; luego, para sacarlo hasta el brocal, un animal de tiro ponía su fuerza y lo elevaba. Desde allí, a pulso, se derramaba el agua en un piletón. La operación se repetía hasta colmar el depósito; desde ahí se surtía al abrevadero de la hacienda.
¿Y porqué don Reinoso se ofrecía a colaborar con esta agotadora tarea? Muy sencillo: Los muchachos Rojano devolvían el favor colaborándolo en la limpieza y el mantenimiento de todo el cementerio Israelita.
Un dato más cuenta que estos chicos, cuando vivían entre los dos cementerios,  iban a la escuela nº 49, ubicada en la calle Panamá.

Compran negocio y casa


            En 1948 la faena de cerdos andaba bien. Los muchachos Rojano seguían trabajando con su padre, don Fernando. Buscando diversificar un poco la ruda tarea de carneo y desposte, se animaron a comprar a un tal Berta, la fiambrería que funcionaba en la ochava noreste, de la plazoleta Mitre, avenida Sarmiento esquina ex avenida Mitre -hoy República del Líbano-. Mientras tanto el matarife continuaba con su tarea pero tuvo que mudar los corrales; desde  avenida Juan Bautista Justo al 2200 los trasladaron a un predio ubicado al este del cementerio Israelita.
Al año de probar suerte con los fiambres en la plazoleta Mitre el negocio fue vendido. A la vez compraron una casa en avenida Juan Bautista Justo al 1500 y allí se mudó toda la familia. Corría el año 1949.




Cuenta Fernando Joaquín Rojano que esa vivienda era anteriormente usada como fábrica de embutidos, más específicamente de mortadelas, que explotaba su propietario, un señor Carballo; dice que Carballo le vendió a un tal Barrena y este último hizo la operación con ellos.
El extenso terreno que la contiene, 30 mts. de frente por 65 de fondo, le permitió a Fernando, el español, hacer modificaciones y a la vez ampliar la construcción, dejando hacia atrás la edificación de la antigua fábrica, hoy casi derruida.
En 1955 los Rojano compraron otra propiedad, esta vez  destinada a contener a los corrales de cerdos; el predio, que todavía poseen, está entre la avenida San Ramón y el río Salí.
Por lo demás, todo siguió en sus normales cauces. Los muchachos, siempre trabajando con su padre y de a poco cada uno de ellos casándose y buscando techo independiente. El único hijo que permaneció allí fue Fernando Joaquín pues, pagó la parte que les correspondía a sus hermanos y se hizo dueño de la casa.



Rosa Mercedes Rojano, hija de nuestro entrevistado, entre temerosa y dubitativa nos contó lo siguiente:

Antes de que se comprara esta casa, cuando aun funcionaba la fábrica de mortadelas, los vecinos contaron que  veían entrar carros tirados por tres caballos y que al salir, los carruajes iban tirados por uno sólo.
Siempre dijeron que ese fiambre se elaboraba con carne equina; otros dicen que no es así.

Y la versión de la muchacha no era falsa. He aquí un dato extraído del archivo Municipal:

El 14 de agosto de 1920, por decreto municipal, el interventor  suspendió la vigencia del art. 77, incisos a, b y c, del reglamento de mercados, donde se autorizaba la matanza en la misma fábrica, de animales equinos para la elaboración de mortadelas y salamitos, hasta nueva disposición,  por haber bajado el precio de la carne vacuna y por la imposibilidad de controlar el sacrificio de animales enfermos para la elaboración de estos fiambres.

Otra  generación


Los años pasan y nos situamos en 1959. Fernando Joaquín Rojano, que es quien cuenta toda la historia familiar, es para entonces, un hombre. La compra de cerdos para faenar lo lleva por muchos lugares de la región, interesado  en la búsqueda de buenos animales y, lógicamente, de mejores precios.
Elena Pascualina Yedro
De aquellas relaciones comerciales hay una que sobresale. Es que en el pueblo santiagueño de Guardia Escolta, localidad donde siempre halló excelente mercadería, cierto día conoció a Elena Pascualina Yedro, jovencita oriunda del lugar. No sabemos cuánto duró el noviazgo pero se casaron y fijaron residencia en la casa de la avenida Juan Bautista Justo al 1500, hogar paterno de los Rojano. Haciendo uso de tan amplio predio la pareja construyó un pequeño solar al frente de la vivienda mayor, hasta que con el tiempo, sola ya, ocupó toda la casa. Del matrimonio Rojano-Yedro nacieron cuatro hijos:
Fernando Adrián, en 1962; María Estela, en 1967; Rosa Mercedes, en 1969, Leticia Analía, en 1973.
Con resignación, Fernando Joaquín Rojano dice que su mujer, Elena Pascualina Yedro, falleció el 30 de diciembre de 2006.
Abuela Agustina con sus cuatro nietos, hijos
de Fernando Ignacio Rojano

Fernando I. Rojano, el entrevistado, junto a su familia

´














De los negocios


-Uno de mis hermanos también es matarife; no tanto en vacunos, mas bien con cerdos. Actualmente ambos tenemos puestos en el mercado del Norte, como carnicería Rojano. Luego está la carnicería ‘Súper Rojano’; es de un sobrino, hijo de otro hermano.




















En 1982, Fernando Adrián Rojano solicita a las autoridades del ejército que se le conceda un año de prórroga en el cumplimiento de su servicio militar, por razones de estudio. No sabemos si recibió respuesta a su pedido. Pero sí nos enteramos por su padre, don Fernando Joaquín Rojano, que el muchacho ese año fue incorporado sin derecho a excusarse y trasladado al sur argentino. Se había desatado la guerra de Malvinas.
Mientras narramos este hecho nos esforzamos por sentir, aunque más no sea por minutos, la desazón y la angustia que significa el tener a un ser querido envuelto en un acto bélico de esa magnitud;  y al escuchar lo que su progenitor prosiguió contándonos, decimos que el soldado Fernando Adrián estuvo protegido por Dios:       
Fernando Adrían Rojano
-Él cuando estuvo en las islas mandó sólo dos cartas. La misión que tenía era cuidar con su grupo una pista de aterrizaje de aviones argentinos que los ingleses bombardeaban. Dice que ellos estuvieron muchos días en una zanja, con frío, con hambre y sin poder sacarse las botas.
Al finalizar la contienda todos volvían pero él no. A su regreso, luego de casi dos meses, nos contó que estuvo prisionero de los británicos pero que lo trataron bien; hasta lo engordaron dándole abundante comida.

N/R -Es un honor para quienes elaboran este libro, el poder incluir en sus páginas el nombre de Fernando Adrián Rojano.





Don Fernando Joaquín Rojano, el vecino de Villa 9 de Julio, 
quién amablemente nos recibió en su casa, 
siguió contándonos sus recuerdos:

-Estando entre los dos cementerios, para ir a la escuela cruzábamos una finca a la que le decían ‘la finca de Iramaín’; eso era un tambo de aquella época.  Nosotros vivimos en el ‘barrio sándwich’  desde 1939 hasta 1948. Fernando Joaquín Rojano.

-El pozo de agua  también era la heladera que nos faltaba. En el balde poníamos lo que debía conservarse fresco. Sólo el matadero poseía cámaras frigoríficas.
Teníamos un par de  vacas a las que ordeñábamos para la familia.  Además unas piletas donde salar los huesos y así mantenerlos en condiciones para usarlos en las comidas. Fernando Joaquín Rojano.

-El matadero nuevo se inauguró en 1939; es decir que ahora también es viejo. Hubo otro antes que no tenía cámaras Frigoríficas.
En aquel tiempo distribuíamos la carne de cerdo en el día porque no había dónde conservarla. Nosotros coordinábamos los horarios con las carnicerías. Fernando Joaquín Rojano.

-Mi padre era analfabeto; mi madre le hacía las “tarjetas” de los clientes; él marcaba la carne y luego un transporte hacía el reparto. Ya teníamos compradores en el Mercado del Norte. Fernando Joaquín Rojano.

-Mire, si ahora la educación es mala antes era peor.  Lo único que aprendíamos era a cantar la ‘marcha A mi bandera’. Por eso nos mandaron a la escuela nocturna en la Elmina Paz de Gallo, de la Álvarez Condarco primera cuadra. Allí aprendimos algo más. Fernando Joaquín Rojano.

-Cuando vivíamos sobre la Martín Berho, había un almacén de don Camilo; un tal Corbacho, que estaba en la  Benjamín Villafañe y Blas Parera, en ambos hacíamos las compras.
Ya en la otra vivienda, en avenida Juan B. Justo, comprábamos en el almacén de Bocca; estaba frente al cementerio del Norte. Tenía de todo. También íbamos a ‘El Pacará’; almacén y depósito de granos de los Mata. Eso fue entre 1940 o 50. Fernando Joaquín Rojano.

-Para distraernos íbamos al cine 9 de Julio y por tener una aventura al Capitol. Los días domingos en el 9 de julio la entrada valía 0.20 ctvos y los lunes 0.10; ese día se llenaba la sala. Fernando Joaquín Rojano.

-En mi juventud -1945-  la avenida Juan B. Justo  era angosta y las veredas muy anchas. Ya estaba trazada para ser avenida y tenía empedrado. En las aceras había unas altas tipas; también otros árboles grandes. El tráfico no era intenso. Fernando Joaquín Rojano.

-La avenida  Juan B. Justo se achicaba al llegar al puente, cercano al pasaje Brasil; era muy extrecho. Recuerdo que para ampliarlo, como no podían romperlo, le hicieron todo un asfalto encima; los ingleses lo habían construído muy bien cuando hicieron el ferrocarril, porque los carros que cargábamos habrán tenido 3000 kilos y  ahora los  vehículos tienen cargas muy pesadas y no se daña. Fernando Joaquín Rojano.

-Al frente de casa estaba el dispensario, que hoy es el Caps. allí mi madre nos traía a todos los hermanos cuando estábamos enfermos. Fernando Joaquín Rojano.

-En la década de 1960 sacaron los adoquines, también lo árboles; luego hicieron a la avenida Juan B. Justo muy ancha. Fernando Joaquín Rojano.


-En esa época los puesteros y carniceros estaban en buena posición económica, porque se vendía mucho; uno de ellos, Salvador Ruiz, vecino, traía a vender unas  entrañas económicas pero riquísimas; la gente la venía  a comprar mucho. Era una menudencia que Salvador las retiraba del matadero. La entraña es una carne una parte gruesa y otra delgada que separa el estómago del ecxófago. Fernando Joaquín Rojano.

-En la calle Blas Parera al 900 funcionaba la perrera. Hacía redadas por el barrio usando un camión con jaula para encerrar a los perros que enlazaban los empleados. Los vecinos salían a la calle a salvar a sus pichichos. A veces debíamos ir al corralón a retirarlos pagando una multa. No nos debíamos demorar porque a las 72 horas los sacrificaban. Fernando Joaquín Rojano.

-En la esquina de avenida Juan B. Justo y Blas Parera  estaba la carnicería de  Teresa Izquierdo,  luego puso una panadería.
En la primera cuadra  de Blas Parera estaba la Estafeta de Correo, ahora es una fábrica de bolsas. Fernando Joaquín Rojano.

-Para llegar el cementerio del Norte circulaban colectivos. La línea F y la B. Luego vinieron los troley, los que pasaban por la avenida Juan B. Justo y en  la calle Méjico daban la vuelta. Era algo fantástico. A ese servicio lo pusieron cuando yo estaba haciendo el servicio militar, pero duró muy poco. Fue en 1955. Fernando Joaquín Rojano.

-Cuando regresábamos del cine 9 de Julio lo hacíamos casi a tientas, pues la última luz de la avenida estaba antes de cruzar el puente; luego debíamos seguir al  norte hasta nuestra casa, que estaba entre los dos cementerios. El otro foco se encendía en la calle Méjico. Fernando Joaquín Rojano.

-Desde la calle Méjico hasta el canal vivíamos 4 o 5 familias, nada más. No había villas de emergencia. Al frente nuestro estaba la familia Giolito; tenía un tambo de casi tres manzanas; se extendía desde la iglesia que hoy está frente al cementerio del Norte y hasta donde termina el cementerio Israelita. Cultivaba alfalfa para sus vacas. Vendía leche. Fernando Joaquín Rojano.

-El herrero de entonces fue un tal Sosa. Era pariente de la cantora, de Mercedes Sosa. Tenía el taller en la avenida Juan B. Justo al  1700. Fernando Joaquín Rojano.

-Ahora  frente al cementerio está todo cubierto de barrios; antes ahí estuvo la colonia San Ramón con sus campos de cañaverales; hoy es toda una barriada que llega hasta la autopista. Fernando Joaquín Rojano.

-Al frente del cementerio funcionaba la marmolería de los Panchini; trabajaba para el cementerio Israelí.
El florista fue don Gratacos, además era jardinero. Tenía un pedazo de tierra donde cultivaba muchas flores. También comerciaban con flores las señoras Monachessi, italianas. Fernando Joaquín Rojano.

-Los Giamarini también tenían carnicería sobre la Juan B. Justo,  hijos de quien fue  carrocero,  hacía carros, luego cajas para camiones. En la misma cuadra, de sur a norte, vereda oeste, estaba la carnicería de ellos, luego la nuestra y la de Salvador Ruiz. Fernando Joaquín Rojano.

-Nosotros traemos la carne desde Córdoba, de la zona de Río Cuarto. Es buena mercadería; esa región es bien nombrada por esto. Fernando Joaquín Rojano.

-Los Ciccio tenían varios coches de plaza. Vivían a la par de Sosa, el herrero. Ahí guardaban hasta los caballos. Por ahí los cocheros descontentos por la paga  abandonaban los coches en cualquier lado; entonces usted veía al   animal  que llegaba solo con el carruaje  a los corrales. Después cambiaron los coches por taxis. Fernando Joaquín Rojano.

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