Matrimonio Humberto Olea , Cármen García con su hijita Yolanda "Yola" Olea memoriosa vecina entrevistada. |
Españolito de ayer
Voces hay, que ubican al apellido Olea en la antigua Cantabria Tarraconense, hoy en las provincias de Vizcaya y Santander. Las versiones disputan también dos escudos de familia, y todo lo demás está oculto en el tiempo.
En la Argentina supimos del español Salvador Olea, quien llegado en las proximidades de 1850 al tucumano pueblo de Trancas, se prendó de la nativa Carmen Villagra a la que desposó y con la que se fue a vivir a la Yerba Buenita, un pequeño paraje del pueblo de Raco.
De la unión de Salvador Olea con Carmen Villagra nacieron varios hijos; de entre ellos, rescatamos el de nombre Serafín, ya que uno de sus descendientes moró en la Villa 9 de Julio de los inicios, barrio de San Miguel de Tucumán.
Serafín Olea halló el amor muy cerca de su casa raqueña, en el caserío llamado Sauce Yaco. La elegida para formar su familia fue María Juana Vergara, niña nativa del lugar y con la que se radicó también en la Yerba Buenita, en cercanías del río El Palangana*.
Del matrimonio Olea-Vergara descienden, Ramón Donato, Vitalino, Ignacio Humberto -nacido en 1913-, Honorio, su homónimo Serafín – fallecido en el 2010-, Patricio y cinco mujeres, Ramona, Solana, Carmen, Raquel y Victoria.
Yolanda Olea que es quien nos cuenta sobre sus parientes de sangre, dice que todos los hijos de Serafín crecieron en una casa de adobe, con espaciosas habitaciones.
* El río El Palangana lleva ese nombre porque al decir de los vecinos, hace mucho ruido, o aspaviento, y lleva poca agua.
Un comentario: A primera vista, lo anteriormente escrito pareciera escaparse del contenido que debe tener este libro. Sugerimos el continuar con la lectura, pues, lo ya dicho y lo próximo, en pocos renglones más convergerán en Villa 9 de Julio.
Trashumar
Con un hijo en los brazos, de nombre José, y otro en su vientre, la española Carmen Barraza se hace a la mar asida al brazo de su hombre, Gregorio García. La España que la parió no puede contenerla ni a ella ni a su marido ni a su prole y el único camino los lleva, a los cuatro, a abandonarla.
Llegar a puerto, oficina de migraciones, alojarse barato, recibir un destino, volver a partir... Los campos de Buenos Aires los verán carpir la tierra; los de Santa Fe, más al norte de Sunchales, blandiendo la hoz entre trigales y allí, junto a la segada mies, Carmen dará a luz a una niña que se llamará como ella, pero apellidada García. Es un caluroso 20 de octubre de 1911.
No pasó mucho tiempo cuando Tucumán los divisó volteando tablones de caña de azúcar. Se afincaron en Las Piedritas, en la zona de El Chañar, en una finca de Colombres, localidades del este provincial. Alguna oficina pública o parroquia cercana, debe haber anotado como tucumana a Carmen García, la hija que nació entre las parvas de trigo.
En esa tierra soledosa, el comienzo fue duro. Gregorio, “gallego” emprendedor, se hizo de un carro y le yapó sus mulas; ató varera, sillera, tronquera y cadeneras; traqueteó huellones con su carga de dos mil kilos de caña pelada rumbo al ingenio Concepción, saurio azucarero que se molía hasta su desvelo. Luego de un arriendo provechoso, alzó su casa con enramada. Allí, su Carmen pujó hasta escuchar el vagido de otras dos niñas, Clara, y luego, Benicia.
La prosperidad les sonreía a los García-Barraza. Ya eran tres lo carros del “gallego” y aunque eso redobló su cansancio, al llegar a su patio hallaba sosiego en la música-risa de sus hijas.
Pero entonces fue que a doña Carmen la golpeó el infortunio. Su hombre, sostén de la familia y de sus sueños, un día se fue tras otro amor abandonando el solar, desprotegiéndola para siempre.
Buscar el pan
Carmen Barraza está sola y el desamparo la hiela. Pegados a su falda lloriquean los cuatro niños; cuatro bocas que debe apurarse a alimentar.
El coraje la lleva hasta la casa de una familia adinerada de las inmediaciones, en el paraje que se conocía entonces como Colombres. Allí, en la espaciosa vivienda que pertenecía a la viuda Raquel Bulacio Gómez de De la Fuente y de una de las hijas de la viuda, Marquesa Bulacio Gómez, prósperos cañeros del lugar, doña Carmen comienza a prestar servicio como lavandera.
No sabemos cuánto tiempo permaneció inclinada fregando ropa ajena. Pero sí nos enteramos de que su magra alimentación, la cruda intemperie a la que la sometía esa labor y el excesivo cansancio, minaron su salud. Cierto día, vencida sobre un camastro, sin pócimas a mano, se sintió morir. Entonces fue que hizo llamar a la señora Marquesa y con un hálito de voz final, le encomendó que cuidara de sus cuatro pequeños retoños.
La infortunada Carmen seguramente recibió sepultura cerca de allí. Los niños, a merced de la voluntad de los Bulacio Gómez, fueron ubicados, Clara, en la casa de una vecina de Colombres; Benicia, más allá de Banda del Río Salí; José, el mayor, pelando cañas en los surcos de sus protectores; y Carmen, quien luego sería madre de la entrevistada, integrada como una criada al servicio de mucamas de la casona de la viuda Bulacio Gómez.
Corresponde anotar que Marquesa Bulacio Gómez tenía cinco hijos, Eleodoro, José, Matilde, Raquel, e Ignacio -fallecido en juventud-.
No salís de la casa
Ya pasaron siete años desde el día en que Carmen y Humberto se conocieron. El verano de 1941 tensa las hojas de los árboles y una vez más los Bulacio Gómez están en Raco. ¿Qué pasó con ese juramento de los jóvenes? ¿Mantienen vivo aquel amor declarado en una noche de carnaval y alimentado a mensajes escondidos en el delantal de Solana?...
El casamiento
Aquel 12 de enero de 1941, Raco está amarillo de retamas y sol. En las madreselvas que sombrean a los patios de los Bulacio Gómez, se escucha un cerrado simposio de abejas colmeneras. La gente de servicio ataviada como siempre, cofia, guardapolvo y delantal de pechera, trajina apurada decorando las mesas que fueron extendidas sobre uno de esos espacios enramados. Hoy se casa Carmen García, la niña rescatada de la total orfandad, hace más de veinte años, por aquellos poderosos cañeros que explotan sus fundos en la localidad de Colombres.
Es casi media mañana cuando el juez Ruiz Huidobro hace su entrada, saluda a los presentes y se acomoda tras un pequeño estrado cubierto con un bordado mantelito blanco. La ceremonia es austera; dos o tres palabras a esponsales y padrinos; la pregunta de rigor: Sí o no; y una parca perorata que culminó con ‘los declaro marido y mujer bajo el amparo de la ley civil’.
Lo emocionante estuvo al finalizar el enlace cristiano en la vieja Iglesia de Raco, sitio al que Carmen fue llevada en auto por los Bulacio Gómez. Al salir al atrio, entre el bullicio de la gente, los besos y aplausos, la desposada, luciendo un bello traje, regalo de sus patrones, trepó a la grupa del caballo que montaba su marido y partió en ancas a la fiesta que le habían organizado los dueños de casa y sus suegros.
La casona de los Bulacio Gómez rebosa de alegría; se oye el tintinear de las copas de cristal y se come manjares. Los criollos Olea, padres y hermanos de Humberto, bailan al son de la música de la época. Para Carmen García se iba cerrando un largo pasaje de su vida. Ahora, la señora es ella…
Recién casados
Carmen García y Humberto Olea acaban de casarse en la localidad de Raco. Los jóvenes vencieron al capricho de quienes se negaron por siete años a ver unidas sus vidas. Desde ahora, ella no es más la criada convertida en ama de llaves y a la vez, aya, de una familia adinerada. Él, criollo hecho al campo, dio al momento de su boda un sencillo pero magnífico ejemplo de independencia y potestad conyugal: Ni bien salió de la Iglesia montó a caballo y sentó a su mujer a las ancas… ¡Qué alegoría de libertad! ¡Qué mensaje de emancipación!...
Pero ocupémonos de la pareja, pues unos pocos renglones más abajo se convertirán en habitantes del barrio de la capital tucumana, llamado Villa 9 de Julio.
Buscando el porvenir que aquella tierra rural, Raco, no les ofrecía, los jóvenes deciden radicarse en la ciudad de San Miguel de Tucumán, en la calle 12 de Octubre, en cercanías del cementerio del Oeste.
Humberto, con el ahínco propio de la mocedad, se conchaba como capachero en obras en construcción. Allí nace Yolanda, nuestra entrevistada, el 14 de diciembre de 1941. A la vuelta de un año, los Olea-García cambian de domicilio mudándose a la esquina de las avenidas Ejército del Norte y general Manuel Belgrano. Tiempo después fijaron residencia en la calle Italia al 800, o sea entre calles Salta y Junín, Villa 9 de Julio. Yolanda recuerda a esa casa con un jardín al frente, pero de humilde hechura.
Llegan al barrio
Yolanda Olea nos cuenta que al cumplir 4 o 5 años de edad, sus padres deciden una nueva mudanza; el domicilio elegido está en la calle Bernardino Rivadavia 1059, frente a la Facultad Tecnológica. Allí alquilan un par de piezas al fondo de la vivienda de doña “Pancha” Masucco y de su hermana, mujeres solteras de oficio pantaloneras, tarea a la que doña Carmen, su madre, diestra en costura, se suma como ayudante.
Mas el esfuerzo por salir adelante no es mínimo para doña Carmen. Repartiendo sus días y aun en contacto con los pudientes Bulacio Gómez, la habilidosa mujer seguirá limpiando y ordenando la casa que esta familia aun posee en la calle Rivadavia al 500, residencia que ella conoce de memoria ya que fue por años su ama de llaves. Como un gesto de gratitud, acostumbra a llevar a sus patrones, lustrosos racimos de uvas que corta del parral de su humilde vivienda. En las horas en las que la ciudad descansa, sus labores se diversifican y, borda, elabora jaleas y comidas, vende preciosas flores que cultiva, comercializa huevos, pollos y patos. Es decir que doña Carmen fue todo un ejemplo de tesón. Mientras tanto, Humberto, el padre de Yolanda, continúa trabajando en obras de construcción.
Pero ocurrió que un día, José Bulacio Gómez, hijo de Marquesa y de profesión abogado, enterado de la estrecha situación económica por la que pasan los Olea-García, hace incorporar a Humberto a la policía de Tucumán, empleo que mejorará, a medias, la vida del matrimonio y de su hija Yolanda.
La poliomielitis, un obstáculo
Humberto ya está conformando las filas de la policía provincial; es un cuadro más de esta fuerza pero tiene un problema físico que lo aqueja y lo degrada como agente: Carga las secuelas de una poliomielitis que sufrió de niño. Yolanda rememora este pasaje que le contó su padre y nos dice que don Serafín Olea, su abuelo, llevaba todas las mañanas a su hijo hasta un arroyo, en Raco, mojaba sus piernas con agua serrana y luego se las envolvía con hojas de una planta medicinal; que con ese tratamiento natural Humberto logró caminar nuevamente, aunque le quedó cierta dificultad para movilizar uno de sus miembros mostrando al andar una renguera. Ese impedimento obligó a la jefatura policial a destinarlo al escuadrón a caballo, conocido como “Policía Montada”, repartición que funcionaba en lo que luego fue la Escuela de Policía, avenida Domingo Faustino Sarmiento casi esquina Ildefonso de las Muñecas; y también, esa mengua física achicaba su sueldo a las escalas más bajas.
Al contarnos sobre el trabajo de su padre, Yolanda dice:
-Mi padre pasa del escuadrón a la volanta y como él tenía problemas con una de sus piernas por intercepción de los Bulacio Gómez lo ponen en el depósito. Eso significaba que debía llevar el inventario de lo que ahí había: Clavos, herraduras para los animales, sombreros, monturas, correajes, capotes.
La Volanta estaba, y está, en la calle Jujuy. En esos años patrullaba en todos los campos y lo hacía a lomo de mula. Combatía el cuatrerismo.
La ropa era acorde para el trabajo de esos
hombres. Los sombreros tenían alas grandes; llevaban una capa para la lluvia; en una mochila cargaban la frazada; iban munidos de los alimentos. El color del uniforme era gris; las botas altas calzadas con espuelas; un correaje cruzado donde portaban el arma; un sable corto tipo puñal; vestían capa y lo necesario para acostarse a dormir. Mi papá se jubiló con el cargo de sargento en el año 1963, con la jubilación extraordinaria, ya no podía montar por su pierna. Pero más se animó a retirarse porque me recibí de maestra y yo no veía las horas de verlo descansar. Claro, su haber era el mínimo. Tenía muchos problemas para caminar.
Franco sí, pero no descanso
Buscando balancear el presupuesto familiar, Humberto usa sus días de franco en la policía, para continuar con su actividad como albañil; esta vez bajo las órdenes de don Valentín Bencciarutti, empresario que tenía su constructora y domicilio en la calle Narciso de Laprida entre provincia de Santa Fe y Marcos Paz; hombre adinerado que Humberto conoció, pues veraneaba en Raco.
Con Carmen, su mujer, habían convenido en juntar todo el dinero posible y con esos ahorros comprar un terreno. Las ansias por lograr ese cometido, llevó a su hacendosa compañera a sumar a sus múltiples quehaceres, el de planchar para afuera.
Una retrospectiva
Vuelvo a los años mozos de don Humberto Olea, más precisamente al tiempo en que tuvo que servir a la patria haciendo la conscripción, o el servicio militar. En el cuartel a donde fue destinado se hizo amigo de un compañero de armas llamado Oscar Madrigal, muchacho amable y de muy buen humor que provenía de Villa 9 de Julio, de la esquina que forman las calles José Antonio Álvarez de Condarco y Luis Federico Nougués. Esa amistad perduró y se acrecentó luego de que los dos jóvenes recibieron la baja y ya casados siguieron frecuentándose.
Y en la vida de don Humberto hubo otro gran amigo, se llamó Víctor Aramayo. Un poco mayor, don Víctor trabajaba en la sección mantenimiento del viejo aeropuerto Benjamín Matienzo, aquel que estuvo ubicado en los predios de la actual Terminal de Ómnibus de Tucumán. La estrecha relación se solidificó pues, ya incorporado Humberto a la fuerza policial, por mucho tiempo fue destinado a la guardia de esa terminal aeroportuaria y allí, día tras día y quizás noche tras noche, ellos intimaron hasta unirse con profundos lazos de estima. Don Víctor sumaba unos pesos a su salario vendiendo diarios por las tardes.
Luego nació la trilogía, es decir que Humberto Olea, Oscar Madrigal y Víctor Aramayo, se hicieron casi inseparables. Y eso fue tan así, que con el tiempo los tres se radicaron en una misma cuadra de Villa 9 de Julio.
No debe haber en tierras tucumanas un tratamiento más común y afectivo que el “Negra, o Negrita”, dicho por un marido o por un amigo a su amiga. Esa palabra, que no es aquí un calificativo racial, lleva, desde quien la pronuncia, una carga de íntimo cariño y es equivalente a un tierno roce, a una caricia, a un suave beso; claro, a la expresión debe acompañarla el tono de voz, por supuesto.
El 24 de septiembre de 1947, para abundar, día de Nuestra Virgen de la Merced, Humberto Olea llegó a su casa al mediodía y le dijo a su mujer:
–Negra, dame la plata que tenés ahorrada…
Ella lo miró con asombro y le preguntó:
–Para qué?
Él, que algunas veces había sacado un dinerito para tomar copas, con tono tranquilizador le contestó:
–Negrita, teneme confianza, me encontré con Madrigal y con Aramayo, ellos me dijeron que aquí cerca, en lo de Emilio Ladetto, va a haber un loteo y quiero asistir a mirar esas tierras.
Mi madre aflojó y le entregó el dinero, nos cuenta Yolanda.
Los amigos van al loteo
Volvemos al 24 de septiembre de 1947. Humberto, con los ahorros en el bolsillo y acompañado de sus amigos Madrigal y Aramayo, se dirige a la manzana formada por las calles Chile, Bolivia, Monteagudo y Balcarce, espacio donde el martillero alzó su estrado y mueve enérgicamente el martillo de cerrar las operaciones concretadas. El gentío está muy interesado en adquirir aquellos lotes y entre la multitud se destaca la presencia de hombres adinerados. Los tres amigos, sabiéndose en desventaja económica, se mantienen juntos e intercambian comentarios sobre lo que ocurre en ese convulsionado escenario. El remate avanza. Los nervios se tensan.
Un momento de frustración fue el que vivieron los tres cuando a Madrigal se le “escapó”, en el ofertar y retrucar, el lote ubicado en la esquina de calles Bernardo de Monteagudo y República de Bolivia.
-¡Oscar!, le decía Humberto Olea, ¡vos tenías en tu casa el dinero que te faltaba, hubieras dejado un depósito y te ibas a traerlo!
Yolanda nos cuenta que ese sitio no era otra cosa que un viejo galpón donde almacenaban alfalfa y estaba poblado por nidos de lechuzas, avecillas que salían a volar en las noches.
El desencanto enfervorizó a Madrigal y mirando a sus amigos sentenció:
–No importa, el próximo lote será mío… y así ocurrió. La parcela conseguida estaba sobre calle Bolivia, acera sur, y le corresponde hoy la numeración catastral 184. Luego fue Víctor Aramayo el que logró su propiedad. El tercer adquirente resultó ser Humberto Olea, quien, temeroso de no poseer el dinero necesario en la compulsa, recibió el apoyo de Madrigal cuando le dijo:
–Olea, metete, si te falta plata yo te presto. Los tres lotes lindaban uno con el otro.
He aquí una acabada muestra de la profunda amistad que unía a esos hombres.
Paisaje bucólico pero desprolijo
Cuando la oración cerraba al farragoso día, la voz del rematador se fue acallando. La manzana subastada ya poseía nuevos dueños y la enorme quinta de Ladetto perdía una porción más de tierra. No iba a ser su único desmembramiento. El progreso de la zona, su incipiente urbanidad, comenzaba a tomar fuerzas.
Pero no imagine el lector que el simple hecho de lotear acomoda mágicamente el aspecto del lugar. Si bien la calle Bernardo de Monteagudo tuvo continuidad hacia el norte a partir del remate, esta arteria no dejaba de ser un sendero sinuoso lastimado por hondos huellones barrosos y, por estar socavado cual cauce de un arroyo, suspendía a las viviendas existentes a su vera, casi un metro arriba de su nivel. Ni qué decir de la calle República de Bolivia, ancho desagüe que recibía, al producirse las tormentas del estío, todo el torrente que se derramaba desde las tierras altas, es decir, del pedemonte y de toda la gran extensión oeste que hoy ocupan otros barrios.
Mostrado el panorama que presentaba la zona hacia la mitad del siglo XX y que no cambiaría hasta mucho tiempo después, decimos también que aquellos flamantes propietarios apreciarían unos años más, en la acera norte de calle República de Bolivia, las labores agrícolas y ganaderas que la familia Ladetto desarrollaba en su campo.
Antes del amanecer y sin interrupciones de feriados ni de días de fiestas, don Emilio Ladetto dirigía el ordeñe de sus holandesas y, en cercanía de los corrales, las cosechas de, verduras, cebada, centeno y hortalizas, que el feraz suelo producía y que aquel hombre comercializaba en toda la ciudad.
Yolanda, nuestra memoriosa entrevistada, recuerda que don Emilio Ladetto mensualmente recorría, encaramado a un sulqui, la manzana loteada para cobrar las cuotas de 26 pesos a los adquirentes. Este paisaje bucólico, similar a otros existentes por entonces en esas Chacras al Norte, mostraba además bosquecillos de árboles de la flora nativa.
Comienzan a mudarse
No hubo desorden urbanístico, ni carencias de infraestructuras, ni falencias ambientales, que desanimaran a Humberto, a Oscar y a Víctor, a erigir sus casas y mudarse a la calle República de Bolivia al 100.
Los primeros en levantar su vivienda fueron doña Carmen y su esposo, don Víctor Aramayo. Con humildad, pero felices por poseer lo propio, alzaron con ladrillos y argamasa una habitación espaciosa y otra más pequeña; la edificación, pasado el tiempo, comenzó a lucir una galería que aun se conserva. Ya en lo suyo, don Víctor intensificó la venta de diarios ocupándose de la distribución montado en una bicicleta; a la vez sumó a sus hijos a esta tarea, quienes repartían en las cercanías e instaló, en la galería de la casa, un expositor para que su mujer también se ocupara de vender el matutino.
En 1948 Carmen, mujer de Humberto Olea, le dijo a su marido que no quería vivir más como inquilina en la calle Bernardino Rivadavia al 1000.
-¡Vamos al lote!, le pidió con firmeza.
Humberto, dispuesto a complacerla, se fue a Raco y regresó de allí con una buena cantidad de madera, alzando con ella una modesta pieza a la que techó con chapas de fibrocemento; a esa habitación le adosó un cocinita modesta y, como todos sus vecinos, a distancia de la vivienda cavó un pozo letrina. En los comienzos no tuvieron ni agua potable ni luz domiciliaria. Del líquido se proveían en una canilla pública instalada en la esquina de calles República del Perú y Juan Ramón Balcarce; la iluminación del hogar constaba de sendas velas que derramaban su sebo noche tras noche.
Otra generación
Yolanda Olea, quien se hizo cargo, en las páginas que anteceden, de la historia de doña Carmen García y de Humberto Olea, sus padres, tiene desde la niñez una memoria colmada de recuerdos que pugnan por salir. Es hora entonces de que nos ocupemos de anotar todo lo que quiere aportar a este libro, pues ella sabe que así eternizará nombres y apellidos que les son valiosos y queridos. A la vez encaramos en estas páginas, otro recambio generacional en Villa 9 de Julio.
Su narración se retrotrae a los 7 años; edad que la tiene como alumna en el colegio de Las Domínicas, también conocido como Santa Catalina. Recuerda que el ingresar a esas aulas no era una cuestión fácil, razón por la cual su madre debió recurrir a ciertas amistades influyentes y a través de ellas conseguirle un asiento. Pero Yolanda mostró desde el comienzo un buen concepto como estudiante, lo que le valió, hacia 1954, ser la abanderada del establecimiento.
El colegio de Las Hermanas Dominicas, ya lo decimos en otras páginas de este libro, tenía, y aun conserva, las características de un colegio confesional que posee una población escolar muy dispersa y sus alumnas provienen de diferentes barrios y localidades de la provincia tucumana.
Yolanda rememora la presencia por entonces de la madre superiora Sor Juana Inés de la Cruz, religiosa que se dedicaba a la atención de las niñas internas; aquellas discípulas huérfanas, o que llegaban de localidades alejadas a la ciudad, es decir, del campo -no olvidemos la falta de transporte de aquellos años-.
Yolanda reflexiona:
-El colegio hoy se llama Santa Catalina. Se privatizó y ha adquirido otra jerarquía.
El proyecto surgió de la necesidad de las hermanas de dar ayuda espiritual, económica y educativa, a toda la gente humilde; se inició como albergue de niñas huérfanas. La madre Casilda era la que lo dirigía cuando yo era alumna. En el año 1951 ella se enfermó y la designaron a la hermana Sor Juana Inés de la Cruz.
De regreso al hogar sus obligaciones no cesaban. Luego de repasar las materias para el día siguiente, Yolanda ayudaba a los niños del barrio con las tareas escolares, a la vez que les enseñaba hasta a sumar. A su humilde aula casera asistieron: Orlando “Pichón” Villarroel; Daniel y Rodi Barcellona; Quique Barcellona; Matilde Madrigal; Luis Garzón; Ana Lía Madrigal; Chicha, hermana de la maestra; José “Pepe” Abregú y su hermana. Recuerda que las niñas eran de la escuela Elmina Paz de Gallo y los varoncitos de la escuela Güemes turno tarde.
Colofón
En esa tierra soledosa, el comienzo fue duro. Gregorio, “gallego” emprendedor, se hizo de un carro y le yapó sus mulas; ató varera, sillera, tronquera y cadeneras; traqueteó huellones con su carga de dos mil kilos de caña pelada rumbo al ingenio Concepción, saurio azucarero que se molía hasta su desvelo. Luego de un arriendo provechoso, alzó su casa con enramada. Allí, su Carmen pujó hasta escuchar el vagido de otras dos niñas, Clara, y luego, Benicia.
La prosperidad les sonreía a los García-Barraza. Ya eran tres lo carros del “gallego” y aunque eso redobló su cansancio, al llegar a su patio hallaba sosiego en la música-risa de sus hijas.
Pero entonces fue que a doña Carmen la golpeó el infortunio. Su hombre, sostén de la familia y de sus sueños, un día se fue tras otro amor abandonando el solar, desprotegiéndola para siempre.
Buscar el pan
Carmen Barraza está sola y el desamparo la hiela. Pegados a su falda lloriquean los cuatro niños; cuatro bocas que debe apurarse a alimentar.
Carmen Barraza sosteniendo a su hijita Carmen García, parados: José García y familiares |
No sabemos cuánto tiempo permaneció inclinada fregando ropa ajena. Pero sí nos enteramos de que su magra alimentación, la cruda intemperie a la que la sometía esa labor y el excesivo cansancio, minaron su salud. Cierto día, vencida sobre un camastro, sin pócimas a mano, se sintió morir. Entonces fue que hizo llamar a la señora Marquesa y con un hálito de voz final, le encomendó que cuidara de sus cuatro pequeños retoños.
La infortunada Carmen seguramente recibió sepultura cerca de allí. Los niños, a merced de la voluntad de los Bulacio Gómez, fueron ubicados, Clara, en la casa de una vecina de Colombres; Benicia, más allá de Banda del Río Salí; José, el mayor, pelando cañas en los surcos de sus protectores; y Carmen, quien luego sería madre de la entrevistada, integrada como una criada al servicio de mucamas de la casona de la viuda Bulacio Gómez.
Corresponde anotar que Marquesa Bulacio Gómez tenía cinco hijos, Eleodoro, José, Matilde, Raquel, e Ignacio -fallecido en juventud-.
Educar a Carmen
Es posible que aquellos adinerados cañeros, los Bulacio Gómez, repartieran sus días ordinarios entre la casona de Colombres y una vivienda de la calle Rivadavia al 500, en San Miguel de Tucumán -frente al actual Sanatorio Rivadavia-. Pero al llegar la temporada de veraneo, de casi tres meses, los señores mudaban a toda la familia, con personal doméstico, víveres y utensilios, incluidos, a las frescas tierras de Raco, sitio donde está sellada parte de la vida de Carmen, la criada.
Carmen García con su vestido de comunión |
El hecho es que Carmen García, adaptada a los usos y costumbres de sus tutores, más bien patrones, se crió en un ambiente de lujo. En ese medio aprendió, bordado, costura, incursionó en las artes culinarias y hasta en la elaboración de dulces caseros, tan propios de una época ida. Nuestra confidente entrevistada, Yolanda Olea, hija a posterior de aquella muchacha, cuenta que su madre miraba una mesa de comensales y decía: ‘Hoy comen pescado’; ‘hoy servirán helados…’; es decir que llegó a conocer todo el ceremonial necesario para atender a sus patrones y a los invitados. Así mismo asimiló el cómo asear una habitación y los tendidos blancos. Siempre enfundada en su uniforme de servicio.
De veraneo
Carmen García atareada con su delantal de trabajo. |
Por 1930, ir a veranear a Raco era toda una aventura para las familias adineradas y un agotador trajín para el personal de servicio.
El sólo comenzar con los preparativos del viaje ponía el alma en vilo. Que los canastos de los cubiertos y las copas; que la gran petaca de las sábanas, fundas y cobijas; que la valija de las toallas, jabones de olor y sales refrescantes; que el arcón de la ropa liviana; a no olvidarse de las pantuflas del niño, de su sombrero de fina paja y su salida de baño; que los muchachos carguen la mercadería. ¿Qué haremos si llueve en el viaje? ¿Estará presto en Tapia el peón con la carreta?...
Y los autos partían rebalsando de gente y enseres. Durante el viaje las mujeres, pañuelito en mano, secaban constantemente el hilillo de sudor que se escapaba por bajo de sus tocados; los hombres, mucho más resueltos, retiraban sus chambergos panamá para escurrir la transpiración pasándose la mano abierta por la cabeza. La ruta vieja, pegada a las vías del tren al norte, mordía con sus toscas piedras las ruedas de caucho duro; el vaivén ponía a crujir a las carrocerías y a los elásticos; el motor del bólido, exhausto en la Cuesta del 25, parecía fenecer en la subida con una tos de hierro.
La parada final de esa etapa estaba en localidad de Tapia. Ahí era cuestión de descender de los vehículos y desentumecerse, estirar las piernas, mientras una cuadrilla de peones raqueños mudaba los petates hasta una pesada carreta de bueyes mansos. Para los ilustres pasajeros, señores, damas y niñas, estaban dispuestas sendas break tiradas por caballos trotadores. Si al viaje se habían sumado algunos señoritos, jóvenes, es dable pensar que el personal les tenía reservados, para sus lucimientos, montas de buena estirpe.
Otra opción para viajar era el tren que también paraba en Tapia. Pero no es este el caso.
La casa
En Raco y ubicada en el paraje conocido como la Yerba Buenita, la casa de los Bulacio Gómez era una espaciosa construcción con galerías abiertas a los cuatro vientos. Sus patios, amplios y embaldosados, lucían aljibes de agua fresca, protegidos por las aromadas madreselvas que se extendían como un techado. Hacia atrás de la vivienda, las cocinas de hierro fogoneadas a leña no tenían descanso desde la mañana y hasta la noche. Un poco más allá, casi al campo, las bateas de fregar a mano, las ropas, manteles, y enseres de algodón blanco, goteaban el álcali de los jabones. El día era un bullicio.
Cármen García en Raco |
Yolanda Olea recuerda lo que su madre le contó:
‘Entre el personal de servicio que acompañaba a la familia Bulacio Gómez iba mi madre, Carmen García; ella era como una ama de llaves, la persona de confianza; también era la aya que cuidaba a los niños de la casa. Por supuesto que en Raco contrataban a otras chicas del lugar, porque había muchas cosas para hacer en la temporada de veraneo. A los hijos de los patrones el personal les decía “niños” y “niñas”; ellos iban con sus amigos invitados; mi madre era la que dirigía todo’.
Un descanso. 1934
El almuerzo llegó a su fin. La señora Marquesa, sus hijos, nietos y ocasionales invitados se retiran de la mesa; unos, dispuestos a menguar el sopor de la siesta en los oscuros dormitorios; otros, haciendo planes para chapucear en el agua del río “El Palangana”, tan cercano a la casa. Es entonces cuando el numeroso personal de servicio se ocupa de recoger la vajilla, cubiertos de plata, copas de cristal, servilletas y cuanto otro objeto se usó en la comida y deba ser higienizado. Los quehaceres de la servidumbre se prolongarán hasta casi las 15.30, hora a la se quitarán sus delantales para dejar a la vista un atuendo blanco. Ha llegado el descanso.
En Raco casa de veraneo- Bulacio Gómez - Carmen García y Tía Ángela, aya del niño José Bulacio Gómez (sic) |
Aquel receso del personal fijo y contratado en el lugar, no era otra cosa que salir hasta la vera del hoy antiguo camino -no existía la ruta pavimentada- y allí sentarse a parlotear entre ellos, por supuesto, sin perder de vista a los infantes de patrones e invitados que invariablemente debían cuidar mientras sus padres reposaban o cabalgaban por la zona.
Un día, mientras la charla discurría por vagos temas, una de las chicas contratadas, de nombre Solana, vio a un joven que caminaba hacia ellas y dijo: El que viene ahí es mi hermano Ignacio Humberto, acaba de salir del servicio militar…El muchacho se acercó, saludó con un buenas tardes al grupo y con naturalidad comentó que andaba en busca de una hierba llamada "llantén", pues tenía una herida en su brazo que debía curar.
Ese fugaz encuentro ¿Amor a primera vista? comenzó a sellar el destino de Carmen García, aquella niñita criada por los Bulacio Gómez desde la muerte de su madre, doña Carmen Barraza, allá, en la localidad de Colombres. Corresponde el decir que al momento de conocerse, ella tenía 23 años e Ignacio Humberto, al que desde aquí solamente llamaremos con su segundo nombre, 21.
No salís de la casa
Los veranos llegaron uno tras otro. Los preparativos se repitieron sin variantes; también los arribos a Raco. Sólo para Carmen García las cosas fueron distintas y aunque no lo demostraba, por encontrarse atada al recato inculcado por años, imaginamos su callada alegría cuando Solana le hablaba de su hermano. Para Humberto las cosas eran distintas; ni bien Solana volvía al hogar, la acosaba con preguntas sobre la muchacha, a la vez de entregarle amorosos recados escritos donde le decía ‘Carmen te quiero. Te espero. Salí al jardín…’
Sabemos que hubo un carnaval donde se vieron, la fiesta fue en la vieja casa de la familia Avellaneda, hoy un predio ocupado por Vialidad Provincial. En ese encuentro se juramentaron un amor indisoluble.
Cierta vez, angustiada de vivir ese romance furtivo, Carmen decidió contarles a sus patrones que estaba enamorada. La respuesta de los señores fue un no tan enérgico, que a Carmen le prohibieron el volver a salir de la casa.
Se van los años
Carmen García |
Una mañana, por la callecita que baja al río, se ve caminar a un hombre mayor. A pesar de ser verano lleva un poncho sobre los hombros y tapa su cabeza con espeso sombrero. Su ropa es pulcra. El paso, decidido. A metros de andar se detiene frente a la puerta de una casa enorme y palmotea con sus manos. Desde la umbrosa galería una voz lo autoriza a pasar. Con andar cansino llega solamente hasta la enramada que precede a la galería. Allí, con tono sencillo pero firme, pregunta por la señora Raquel. A minutos de solicitar aquella presencia, la mujer invocada y el visitante conversan animadamente. El paisano es don Serafín Olea, padre de Humberto; su interlocutora, Raquel Bulacio Gómez.
La misión que llevó hasta allí a don Serafín no es otra que la de solicitarel permiso para que Carmen pueda casarse con su hijo.
No sabemos cuál fue el tono de lo hablado, tampoco conocemos los argumentos de don Serafín ante aquella “señora de la alta sociedad”, pero al despedirse, quizás con un formal apretón de manos, el hombre desanduvo sus pasos llevando la aprobación de esa boda.
El casamiento
Cármen García |
Es casi media mañana cuando el juez Ruiz Huidobro hace su entrada, saluda a los presentes y se acomoda tras un pequeño estrado cubierto con un bordado mantelito blanco. La ceremonia es austera; dos o tres palabras a esponsales y padrinos; la pregunta de rigor: Sí o no; y una parca perorata que culminó con ‘los declaro marido y mujer bajo el amparo de la ley civil’.
Carmen García y Humberto Olea en el día de su casamiento, 12 de enero de 1941, en Raco |
La casona de los Bulacio Gómez rebosa de alegría; se oye el tintinear de las copas de cristal y se come manjares. Los criollos Olea, padres y hermanos de Humberto, bailan al son de la música de la época. Para Carmen García se iba cerrando un largo pasaje de su vida. Ahora, la señora es ella…
La Yerbabuenita -Raco |
Recién casados
Serafín Olea, hermano de Humberto y su señora Adela, en la Yerba Buenita -Raco |
Pero ocupémonos de la pareja, pues unos pocos renglones más abajo se convertirán en habitantes del barrio de la capital tucumana, llamado Villa 9 de Julio.
Humberto, con el ahínco propio de la mocedad, se conchaba como capachero en obras en construcción. Allí nace Yolanda, nuestra entrevistada, el 14 de diciembre de 1941. A la vuelta de un año, los Olea-García cambian de domicilio mudándose a la esquina de las avenidas Ejército del Norte y general Manuel Belgrano. Tiempo después fijaron residencia en la calle Italia al 800, o sea entre calles Salta y Junín, Villa 9 de Julio. Yolanda recuerda a esa casa con un jardín al frente, pero de humilde hechura.
En el parque 9 de julio, Humberto Olea, Carmen de Olea, Carmen Olea, y Yolanda Olea |
Llegan al barrio
Yolanda Olea nos cuenta que al cumplir 4 o 5 años de edad, sus padres deciden una nueva mudanza; el domicilio elegido está en la calle Bernardino Rivadavia 1059, frente a la Facultad Tecnológica. Allí alquilan un par de piezas al fondo de la vivienda de doña “Pancha” Masucco y de su hermana, mujeres solteras de oficio pantaloneras, tarea a la que doña Carmen, su madre, diestra en costura, se suma como ayudante.
Mas el esfuerzo por salir adelante no es mínimo para doña Carmen. Repartiendo sus días y aun en contacto con los pudientes Bulacio Gómez, la habilidosa mujer seguirá limpiando y ordenando la casa que esta familia aun posee en la calle Rivadavia al 500, residencia que ella conoce de memoria ya que fue por años su ama de llaves. Como un gesto de gratitud, acostumbra a llevar a sus patrones, lustrosos racimos de uvas que corta del parral de su humilde vivienda. En las horas en las que la ciudad descansa, sus labores se diversifican y, borda, elabora jaleas y comidas, vende preciosas flores que cultiva, comercializa huevos, pollos y patos. Es decir que doña Carmen fue todo un ejemplo de tesón. Mientras tanto, Humberto, el padre de Yolanda, continúa trabajando en obras de construcción.
Pero ocurrió que un día, José Bulacio Gómez, hijo de Marquesa y de profesión abogado, enterado de la estrecha situación económica por la que pasan los Olea-García, hace incorporar a Humberto a la policía de Tucumán, empleo que mejorará, a medias, la vida del matrimonio y de su hija Yolanda.
La poliomielitis, un obstáculo
Humberto Olea y su hija Yolanda |
Al contarnos sobre el trabajo de su padre, Yolanda dice:
Desfilando La Volanta en la Plaza Independencia |
La Volanta estaba, y está, en la calle Jujuy. En esos años patrullaba en todos los campos y lo hacía a lomo de mula. Combatía el cuatrerismo.
La ropa era acorde para el trabajo de esos
hombres. Los sombreros tenían alas grandes; llevaban una capa para la lluvia; en una mochila cargaban la frazada; iban munidos de los alimentos. El color del uniforme era gris; las botas altas calzadas con espuelas; un correaje cruzado donde portaban el arma; un sable corto tipo puñal; vestían capa y lo necesario para acostarse a dormir. Mi papá se jubiló con el cargo de sargento en el año 1963, con la jubilación extraordinaria, ya no podía montar por su pierna. Pero más se animó a retirarse porque me recibí de maestra y yo no veía las horas de verlo descansar. Claro, su haber era el mínimo. Tenía muchos problemas para caminar.
Franco sí, pero no descanso
Buscando balancear el presupuesto familiar, Humberto usa sus días de franco en la policía, para continuar con su actividad como albañil; esta vez bajo las órdenes de don Valentín Bencciarutti, empresario que tenía su constructora y domicilio en la calle Narciso de Laprida entre provincia de Santa Fe y Marcos Paz; hombre adinerado que Humberto conoció, pues veraneaba en Raco.
Con Carmen, su mujer, habían convenido en juntar todo el dinero posible y con esos ahorros comprar un terreno. Las ansias por lograr ese cometido, llevó a su hacendosa compañera a sumar a sus múltiples quehaceres, el de planchar para afuera.
Compañeros del servicio militar |
Vuelvo a los años mozos de don Humberto Olea, más precisamente al tiempo en que tuvo que servir a la patria haciendo la conscripción, o el servicio militar. En el cuartel a donde fue destinado se hizo amigo de un compañero de armas llamado Oscar Madrigal, muchacho amable y de muy buen humor que provenía de Villa 9 de Julio, de la esquina que forman las calles José Antonio Álvarez de Condarco y Luis Federico Nougués. Esa amistad perduró y se acrecentó luego de que los dos jóvenes recibieron la baja y ya casados siguieron frecuentándose.
Y en la vida de don Humberto hubo otro gran amigo, se llamó Víctor Aramayo. Un poco mayor, don Víctor trabajaba en la sección mantenimiento del viejo aeropuerto Benjamín Matienzo, aquel que estuvo ubicado en los predios de la actual Terminal de Ómnibus de Tucumán. La estrecha relación se solidificó pues, ya incorporado Humberto a la fuerza policial, por mucho tiempo fue destinado a la guardia de esa terminal aeroportuaria y allí, día tras día y quizás noche tras noche, ellos intimaron hasta unirse con profundos lazos de estima. Don Víctor sumaba unos pesos a su salario vendiendo diarios por las tardes.
Luego nació la trilogía, es decir que Humberto Olea, Oscar Madrigal y Víctor Aramayo, se hicieron casi inseparables. Y eso fue tan así, que con el tiempo los tres se radicaron en una misma cuadra de Villa 9 de Julio.
No debe haber en tierras tucumanas un tratamiento más común y afectivo que el “Negra, o Negrita”, dicho por un marido o por un amigo a su amiga. Esa palabra, que no es aquí un calificativo racial, lleva, desde quien la pronuncia, una carga de íntimo cariño y es equivalente a un tierno roce, a una caricia, a un suave beso; claro, a la expresión debe acompañarla el tono de voz, por supuesto.
El 24 de septiembre de 1947, para abundar, día de Nuestra Virgen de la Merced, Humberto Olea llegó a su casa al mediodía y le dijo a su mujer:
En Raco, Yolanda Olea junto a su amiga y vecina Matilde Madrigal -paradas- y familiares a caballo |
–Negra, dame la plata que tenés ahorrada…
Ella lo miró con asombro y le preguntó:
–Para qué?
Él, que algunas veces había sacado un dinerito para tomar copas, con tono tranquilizador le contestó:
–Negrita, teneme confianza, me encontré con Madrigal y con Aramayo, ellos me dijeron que aquí cerca, en lo de Emilio Ladetto, va a haber un loteo y quiero asistir a mirar esas tierras.
Mi madre aflojó y le entregó el dinero, nos cuenta Yolanda.
Los amigos van al loteo
Volvemos al 24 de septiembre de 1947. Humberto, con los ahorros en el bolsillo y acompañado de sus amigos Madrigal y Aramayo, se dirige a la manzana formada por las calles Chile, Bolivia, Monteagudo y Balcarce, espacio donde el martillero alzó su estrado y mueve enérgicamente el martillo de cerrar las operaciones concretadas. El gentío está muy interesado en adquirir aquellos lotes y entre la multitud se destaca la presencia de hombres adinerados. Los tres amigos, sabiéndose en desventaja económica, se mantienen juntos e intercambian comentarios sobre lo que ocurre en ese convulsionado escenario. El remate avanza. Los nervios se tensan.
Un momento de frustración fue el que vivieron los tres cuando a Madrigal se le “escapó”, en el ofertar y retrucar, el lote ubicado en la esquina de calles Bernardo de Monteagudo y República de Bolivia.
-¡Oscar!, le decía Humberto Olea, ¡vos tenías en tu casa el dinero que te faltaba, hubieras dejado un depósito y te ibas a traerlo!
Plano de ubicación de las tierras loteadas por Ladetto |
El desencanto enfervorizó a Madrigal y mirando a sus amigos sentenció:
–No importa, el próximo lote será mío… y así ocurrió. La parcela conseguida estaba sobre calle Bolivia, acera sur, y le corresponde hoy la numeración catastral 184. Luego fue Víctor Aramayo el que logró su propiedad. El tercer adquirente resultó ser Humberto Olea, quien, temeroso de no poseer el dinero necesario en la compulsa, recibió el apoyo de Madrigal cuando le dijo:
–Olea, metete, si te falta plata yo te presto. Los tres lotes lindaban uno con el otro.
He aquí una acabada muestra de la profunda amistad que unía a esos hombres.
Paisaje bucólico pero desprolijo
Cuando la oración cerraba al farragoso día, la voz del rematador se fue acallando. La manzana subastada ya poseía nuevos dueños y la enorme quinta de Ladetto perdía una porción más de tierra. No iba a ser su único desmembramiento. El progreso de la zona, su incipiente urbanidad, comenzaba a tomar fuerzas.
Pero no imagine el lector que el simple hecho de lotear acomoda mágicamente el aspecto del lugar. Si bien la calle Bernardo de Monteagudo tuvo continuidad hacia el norte a partir del remate, esta arteria no dejaba de ser un sendero sinuoso lastimado por hondos huellones barrosos y, por estar socavado cual cauce de un arroyo, suspendía a las viviendas existentes a su vera, casi un metro arriba de su nivel. Ni qué decir de la calle República de Bolivia, ancho desagüe que recibía, al producirse las tormentas del estío, todo el torrente que se derramaba desde las tierras altas, es decir, del pedemonte y de toda la gran extensión oeste que hoy ocupan otros barrios.
Antiguas calles de Villa 9 de Julio |
Antes del amanecer y sin interrupciones de feriados ni de días de fiestas, don Emilio Ladetto dirigía el ordeñe de sus holandesas y, en cercanía de los corrales, las cosechas de, verduras, cebada, centeno y hortalizas, que el feraz suelo producía y que aquel hombre comercializaba en toda la ciudad.
Yolanda, nuestra memoriosa entrevistada, recuerda que don Emilio Ladetto mensualmente recorría, encaramado a un sulqui, la manzana loteada para cobrar las cuotas de 26 pesos a los adquirentes. Este paisaje bucólico, similar a otros existentes por entonces en esas Chacras al Norte, mostraba además bosquecillos de árboles de la flora nativa.
Calle Bolivia al 100- frente de las casas de Olea- Aramayo y Madrigal |
No hubo desorden urbanístico, ni carencias de infraestructuras, ni falencias ambientales, que desanimaran a Humberto, a Oscar y a Víctor, a erigir sus casas y mudarse a la calle República de Bolivia al 100.
Los primeros en levantar su vivienda fueron doña Carmen y su esposo, don Víctor Aramayo. Con humildad, pero felices por poseer lo propio, alzaron con ladrillos y argamasa una habitación espaciosa y otra más pequeña; la edificación, pasado el tiempo, comenzó a lucir una galería que aun se conserva. Ya en lo suyo, don Víctor intensificó la venta de diarios ocupándose de la distribución montado en una bicicleta; a la vez sumó a sus hijos a esta tarea, quienes repartían en las cercanías e instaló, en la galería de la casa, un expositor para que su mujer también se ocupara de vender el matutino.
En 1948 Carmen, mujer de Humberto Olea, le dijo a su marido que no quería vivir más como inquilina en la calle Bernardino Rivadavia al 1000.
-¡Vamos al lote!, le pidió con firmeza.
Humberto, dispuesto a complacerla, se fue a Raco y regresó de allí con una buena cantidad de madera, alzando con ella una modesta pieza a la que techó con chapas de fibrocemento; a esa habitación le adosó un cocinita modesta y, como todos sus vecinos, a distancia de la vivienda cavó un pozo letrina. En los comienzos no tuvieron ni agua potable ni luz domiciliaria. Del líquido se proveían en una canilla pública instalada en la esquina de calles República del Perú y Juan Ramón Balcarce; la iluminación del hogar constaba de sendas velas que derramaban su sebo noche tras noche.
Frente de la casa de la familia Olea |
Ana Lía Madrigal y Alejandra Las Heras |
Otra generación
Yolanda Olea -Entrevistada |
Su narración se retrotrae a los 7 años; edad que la tiene como alumna en el colegio de Las Domínicas, también conocido como Santa Catalina. Recuerda que el ingresar a esas aulas no era una cuestión fácil, razón por la cual su madre debió recurrir a ciertas amistades influyentes y a través de ellas conseguirle un asiento. Pero Yolanda mostró desde el comienzo un buen concepto como estudiante, lo que le valió, hacia 1954, ser la abanderada del establecimiento.
El colegio de Las Hermanas Dominicas, ya lo decimos en otras páginas de este libro, tenía, y aun conserva, las características de un colegio confesional que posee una población escolar muy dispersa y sus alumnas provienen de diferentes barrios y localidades de la provincia tucumana.
Yolanda rememora la presencia por entonces de la madre superiora Sor Juana Inés de la Cruz, religiosa que se dedicaba a la atención de las niñas internas; aquellas discípulas huérfanas, o que llegaban de localidades alejadas a la ciudad, es decir, del campo -no olvidemos la falta de transporte de aquellos años-.
Frente Colegio Santa Catalina |
-El colegio hoy se llama Santa Catalina. Se privatizó y ha adquirido otra jerarquía.
El proyecto surgió de la necesidad de las hermanas de dar ayuda espiritual, económica y educativa, a toda la gente humilde; se inició como albergue de niñas huérfanas. La madre Casilda era la que lo dirigía cuando yo era alumna. En el año 1951 ella se enfermó y la designaron a la hermana Sor Juana Inés de la Cruz.
Singulares medidas
En 1954 Yolanda Olea egresa del primario. Ese mismo año el gobernador tucumano, de origen jujeño, Luis Cruz, peronista y ex dirigente ferroviario, toma singulares medidas: Elimina el examen de ingreso a la escuela Normal; divide a la ciudad en dos, tomando como divisoria a la calle San Juan y decide que todas las estudiantes que viven al norte de esa línea deben asistir al Liceo de señoritas -establecimiento que funcionaba en el Colegio Nacional-; y todas las residentes
al sur de la San Juan, asistan a la escuela Normal. Así fue que nuestra entrevistada no pudo elegir dónde continuar sus estudios.
Al contarnos cuáles eran las normas de aspecto y vestimenta que debían respetar en el Liceo de Señoritas, Yolanda dice:
-Iba de tarde al Liceo. El uniforme era blanco; no podía llevar pantalón; la pollera no debía pasar del largo del delantal; los zapatos, negros y medias de seda sostenidas con ligas.
La que usaba el cabello largo tenía que hacerse dos colitas. Allí hice hasta tercer año. Recibí el premio como mejor promedio. Luego pasé sin ningún impedimento a la escuela Normal.
Maestra del barrio
La estudiante ya está en la escuela Normal. Desde allí ve que su mundo escolar ha cambiado, que el ambiente es otro y hasta el uniforme exigido tiene mejor aspecto:
-La Normal era otro mundo. Hasta el uniforme se diferenciaba: Saco azul con botones dorados; zapatos marrones con hebilla al costado; el delantal debía tener tres tablas adelante y un moñito atrás; a la altura del busto lucíamos un monograma verde. Entré con todas las exigencias que establecía.
Yolanda Olea junto a sus alumnos, posando frente a su vivienda, en el jardín. |
-Mi docencia anticipada surgió por necesidad, nos dice.
El aula modesta
Ya sabemos, por haberlo dicho en otras páginas, que hacia 1959 el barrio era modesto y aunque casi todas las construcciones de la calle Bolivia al 100 ya estaban edificadas con mampostería, la precaria vivienda de los Oleas no se había modificado para nada. En ese ámbito Yolanda desplegaba sus conocimientos y sin dudas su entrega vocacional de maestra. Veamos qué fisonomía mostraba el aula donde dictaba clases:
-Como vivíamos en un ranchito, en 1959 mi mamá hizo hacer otra piecita de madera con galería y puso en ella dos camas y un baúl. Esa ampliación era necesaria pues a veces venían visitas.
Mi padre, inactivo en su trabajo de policía por su renguera, acondicionó aquella galería para que yo reciba a los chicos. Colocó una mesa grande; alrededor de ella puso bancos; fabricó un pizarrón; mi madre me hizo un borrador y en la librería de don Villagra, de la avenida Juan B. Justo al 1400, me compraron una caja de tizas. Recuerdo que a todos les enseñé a sumar y a restar con los palitos que traían en una bolsita.
En los primeros tiempos yo no cobraba nada. Entonces los padres me obsequiaban cortes de telas y doña ‘Tina’ Bordón de Madrigal me regaló un conjunto de Banlong.
Mientras tanto la pobreza seguía instalada en nuestra casa. Sí, éramos pobres pero ricos de los frutos de la tierra y dichosos por las manos laboriosas de mis padres, nos dice Yolanda.
Y así fue. Los Olea-García apelaban, él, a sus habilidades rurales, y ella, al ímpetu que la acompañó desde niña, cuando ya huérfana tuvo que hacerse cargo de la casa de los bienhechores que la cobijaron.
Pero también Yolanda, aquella jovencita que durante varias horas de su día frecuentaba una de las escuelas más céntricas y calificadas de la ciudad, al regresar al hogar cambiaba su guardapolvo por ropa de andar y ponía el hombro para sostener la precaria economía reinante.
-Mis padres hicieron una huerta de todo el fondo del terreno. Cultivaban muchas hortalizas: Lechugas achicorias, acelgas, ajos, pimientos, tomates. Había pomelos, mandarinas, naranjas, limas, kinotos, higos blancos, negros, cuellos de dama, nísperos, paltas. Mi madre hacía dulces de esos frutos y los comercializaba. Vendía verduras y animales de granja: Gallinas, patos, pavos.
Yo le daba una mano con la costura; ella cosía para afuera. Además le ayudaba en su venta de flores. Delante de casa y para sumar unos pesitos, mi madre armó un jardín con tanta variedad de flores que sorprendía. Ingresabas por un angosto
pasillo bordeado de arbejillas; crisantemos; pajarillos; hortensias; gladiolos; rosas chinas; calas; boca de león; margaritas; rosas blancas y negras, como de terciopelo; azucenas y jazmines que coronaban la entrada y la galería. Venía un chico en bicicleta enviado por florería Selecta y compraba esas bellezas.
Aroma de pan casero
Hubo un tiempo en el que las tardecitas de los barrios olían a pan casero. Era como que un duende candeal se apoderaba del aire y diseminaba en él su apetitoso aroma.
En los patios de entonces, verdes de gramilla o frondosos de arboladuras, el horno a leña parecía un gran sapo blanco, presumido y orondo, que exhalaba un aliento cálido de harina tostada.
-Pasando un día amasaba pan en su batea, debajo de una bajísima galería que tenía la cocina; mi mamá era de poca estatura. Mi padre le prendía el horno y lo preparaba. Luego, a la siesta, los dos horneaban y mi papá con una larga pala de madera iba sacando y parando los panes en los bordes de la batea para que se enfriaran sin ablandarse.
A la tardecita, saboreando esas hogazas, tomábamos el mate cocido servido por mi madre sobre impecables repasadores y bajo las altas moras.
Ponedoras y empolladoras
Humberto Olea, aguerrido emprendedor, no se dejaba golpear por la desventura de ser pobre. Su día lo encontraba inmerso en los quehaceres que, cuando su trabajo oficial no lo requería, sumaban unos pesos a las arcas hogareñas. Obviamente que este hombre tenía un ‘puntal’ que lo sostenía, doña Carmen:
-Él traía cajones para convertirlos en nidos, las ponedoras ‘hueveaban’ diariamente. Cuando se ponía clueca una gallina, mi madre agarraba un lápiz, marcaba los huevos y decía: -Esta es buena ponedora, va a ser buena empolladora.
El deleite con sacrificio
Hasta bien entrado el siglo XX el confort doméstico ‘brillaba por su ausencia’ en los barrios. El carbón vegetal, antecesor de la garrafa de gas, reinaba en los almacenes esquineros y las amas de casa vivían con las manos percudidas por trajinar con él.
-Una vez al mes mi madre mataba un gallo enorme y lo cocinaba. Además hacía empanadas, locro, amasaba tallarines, ravioles, capeletines, todo en un bracero. No teníamos cocina, ni heladera, ni ventilador; sólo una radio antigua.
La graduación
Yolanda ya es docente. En 1961 la escuela Normal le concedió ese título. Sabemos, por comentarios propios, que esa graduación tenía para ella una doble alegría. Por un lado anhelaba ganar un sueldo para liberar a su padre, desvalido de una de sus piernas, de aquel trabajo de policía que tanto lo mortificaba; por otro lado, el haber egresado con medalla de oro, seguramente aquella presea que también se conocía como de honor. Pero los contratiempos que causa la pobreza no la liberaban y seguían sumiéndola en postergaciones.
Así lo cuenta:
-Cuando me recibo, mis vecinas, Dominga Villarroel y doña Victoria de Barrera, me regalaron una tela de rafia blanca para el vestido de egresada. Lo cosió mi madre. Yo no iba a ir al baile porque no tenía medios económicos.
Pasado el festejo, la escuela tramitó, en diciembre, el envío de su título a la nación, regresando esos papeles en marzo del siguiente año, mes en el que Yolanda realiza su inscripción en el Consejo de educación, argumentando que aceptaría el destino que le tocara en suerte. En mayo, con el nombramiento a cuestas, la joven maestra cargó cama, colchón, lavatorio de mano y otros avíos, se trasladó desde su casa hasta la plaza Alberdi y encaramada a un viejo ómnibus partió hacia la escuela nº 163 Abel Peirano, ubicada en El Siambón.
Las conclusiones que nosotros sacábamos, mientras ella narraba este pasaje de su primera experiencia laboral es que:
‘Si hoy los maestros que se trasladan a cumplir sus tareas en el campo sufren privaciones y otra serie de penurias, lo que habrá sido esa situación 50 años atrás.
-Llegamos al amanecer. Éramos cuatro maestras. La directora se llamaba Delia Magdalena de Martínez; después fue reemplazada por Dolores Arrascaeta. Dormíamos en la misma escuela. Los sábados bajábamos a nuestros hogares y los domingos volvíamos a subir.
Teníamos grados asociados.
Una docente se hizo cargo de 1mer. grado; a mi me dieron 2do y 3ro juntos; otra de nosotras tenía 4to y 5to y la directora 6to y 7mo.
Un año después de ese ‘bautismo’ laboral, Yolanda consiguió otra suplencia en el departamento Burruyacu, exactamente en Río Nío. Allí compartió la experiencia con la directora de ese establecimiento. Eran ellas dos solamente. Dormían en un dispensario. La escuela contaba con escasamente, dos aulas.
Tiempo de casarse
El quehacer docente de Yolanda Olea continúa sin pausa por las aulas tucumanas. Ya contamos de su incursión en una escuela de montaña y también de su experiencia en Burruyacu, dos establecimientos que además albergaron sus horas de descanso.
Nueve años después de su graduación, precisamente el 10 de enero de 1970, la joven maestra decide casarse y resuelve hacerlo con Ernesto Rolando Lobo, un muchacho de su misma edad, 28 años. Seguramente por elección de ella y sosteniendo su condición de vecina juliana, la ceremonia que los une se realiza en la iglesia de San Roque y, coronando la felicidad del acontecimiento, celebran con una fiesta en la por entonces muy concurrida biblioteca general Manuel Belgrano, ubicada obviamente, en Villa 9 de Julio.
De su matrimonio con Ernesto nacen tres hijos: Fátima Alejandra, el 7 de marzo de 1971; Rolando Ignacio, el 30 de octubre de 1973; Cristina Susana el 7 de febrero de 1976.
Cristina Lobo |
Ignacio Humberto Olea, padre de Yolanda, nuestra entrevistada, falleció a los 72 años el 21 de abril de 1985.
Carmen García, su madre, dejó el mundo a los 83 años el 5 de septiembre de 1994.
Con hondo pesar, les cuento que nuestra entrevistada y memoriosa vecina de Villa 9 de Julio, Yolanda Olea de Lobo dejó de existir fìsicamente el domingo 22 de Enero de 2017. Su paso por este mundo la mantendrá presente en el recuerdo de quienes la conocimos y aprendimos de ella, tanto como infantes y también como adultos.
Con hondo pesar, les cuento que nuestra entrevistada y memoriosa vecina de Villa 9 de Julio, Yolanda Olea de Lobo dejó de existir fìsicamente el domingo 22 de Enero de 2017. Su paso por este mundo la mantendrá presente en el recuerdo de quienes la conocimos y aprendimos de ella, tanto como infantes y también como adultos.